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¿Qué tienen en común un heavy treintañero, un ejemplar padre de familia -numerosa-, un alocado universitario, una eminente científica y un motero irreductible?

A priori, nada. Bueno, que en esta historia ficticia, todos son extremeños. Pero si indagamos en sus vidas, encontramos una coincidencia; los cinco invierten algún fin de semana del año en una “escapada rural”.
El heavy treintañero ama el ruido. De lunes a viernes le acompaña una música atronadora. En la ducha. En el coche. En el trabajo. Cambia de altavoces cada mes. De auriculares, cada semana. Los riffs de guitarra y los blast-beat de batería parecen ser enemigos de la tecnología. Pero tiene una pasión oculta. Es un personaje de extremos. Los fines de semana prefiere el silencio más absoluto. Una banda sonora de cine mudo para el sábado y el domingo. Y muchas veces, encuentra la paz ansiada en el campo, en una casa rural de inmaculadas paredes blancas. Y se convierte en una feliz mancha negra -de negras vestimentas, se entiende- en su níveo refugio.

El ejemplar padre de familia ha construido una vida ideal. Al menos en apariencia. Pasea con sus hijos por el parque, habla bien de su mujer en las comidas de trabajo. Viste de Armani y tiene un descapotable. Lee. Va a la sauna. Viaja por el mundo. Pero tiene un vicio políticamente incorrecto. Una vez cada tres meses se reúne con sus amigos de la infancia en un paraje recóndito de La Vera. Se emborrachan. Fuman sustancias prohibidas. Hablan mal de sus mujeres. Sueñan durante dos o tres días con “escapar” de sus hogares, con liarse con la primera mujer de moral distraída que pase, con cagarse en sus maravillosos jefes, con echar ácido sulfúrico en el SPA, con comer una hamburguesa y echar el caviar al perro. Nunca pasan a la acción… pero al menos soportan el tedio semanal gracias a esa terapia de choque.
El universitario pasa el día a día entre montañas de libros, y los fines de semana hace levantamiento de vidrio en barra fija. Se pilla unas cogorzas tremendas con sus compinches. Sin embargo, en su ciudad de origen tiene una estrella que le guía. Es su abuela materna. La que lo ha criado, ya que sus padres fallecieron en un accidente de coche. De cuando en cuando, ella deja de lado el ganchillo, los bailes de jubilados y los viajes del IMSERSO. Él deja los botellones y los barriles aparcados y se cita con su abuelita en Guadalupe. En 48 horas, les da tiempo a hablar, a relajarse, a retroceder en el tiempo. Ella le hace un bocadillo de Nocilla y él le cuenta sus aventuras en el “cole”. Son felices.

La científica trabaja en un instituto de técnicas aeroespaciales. Ensayos. Experimentos. Números. Dinero. Ordenadores. Laboratorios. Máquinas. Hace unos meses, un robot que ella programó se dió un garbeo por el espacio. Es una triunfadora. Una triunfadora que cada 15 días se va a una reunión de negocios en un lugar indeterminado. Pero no dice la verdad. Viaja a Las Hurdes para recordar que hay cosas sencillas. Que hay lugares en los que también mandan las leyes de la física, pero nadie las estudia y las aplica para lograr increíbles avances científicos. Y nuestra amiga pasea, huele las flores, se duerme mirando las estrellas, hace pis en medio del campo. Borra fríos datos de su cerebro e introduce en su lugar atardeceres espectaculares.

El motero irreductible apesta a gasolina. Tiene una preciosa Harley. Le apasiona verse reflejado en los cromados de su burra. Trabaja en un supermercado, gana poco y lo poco que gana lo invierte en su montura. ¿Te has despertado alguna vez a las siete de la mañana sorprendido por un “brum brum” ensordecedor? Posiblemente fue nuestro héroe el que te dio los buenos días con su motor bicilíndrico en V. ¿Pero dónde se mete nuestro soldado del asfalto el primer sábado de cada mes? Algunos rumores dicen que va a un pueblecito perdido de la Siberia extremeña, donde el asfalto no existe y los caminos de tierra llegan al fin del horizonte. Respira aire puro, sin polución. Le viene bien, porque tiene asma aunque no lo reconozca. Se sube en una bicicleta y pasea lento, lentísimo. Y el lunes, en la puerta del “super”, su compañera reponedora advierte que el motero no huele a gasolina, sino a flores silvestres.

¿Moraleja? En esta ocasión podemos sacar dos.
La primera, que las apariencias engañan. Que el hábito no hace al monje.
La segunda, que tú también puedes disfrutar del turismo rural. Tu edad, tu trabajo, tus aficiones… no importan. Tienes la oportunidad de escribir una historia diferente en un paraíso accesible. La cara “b” de tu vida. Un secreto inconfesable. Una aventura para recordar. Un cuento maravilloso.

Entra en www.ruralzoom.com y descubre tu otro yo. Te lo agradecerás.

 

Categoría: 0. Curiosidades

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